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James Hyrt terminaba cada día inmerso en su despoblada reclusión, entregado a cruzar las horas fuera de su jornada de trabajo en un espacio a la medida de la supervivencia, acotado por los márgenes inertes impuestos de un sistema que mantenía rigurosamente aislados en sus departamentos a los usuarios del planeta durante su tiempo de reposo.

El individualismo temprano inculcado con sigilo se convertía en la disciplina más severa, disfrazada y cometida en la edades de la infancia relegando la comunión natural de los seres por una pulcra pretensión oculta de eliminar el pensamiento alterno. En un solo lustro, los dominantes asentaron una estudiada doctrina que anulaba por completo todo resquicio de rebeldía de movimientos que llamaban al grito de la RAS eliminado hace siglos. 
No sería posible. Habían proyectado durante el último milenio un perfeccionado programa para dominar a las generaciones venideras mediante una educación cuidadosamente controlada que se forjaba en los pilares del control, con una perseguida y constante búsqueda de un único desarrollo intelectual canalizado como cabeza visora. El niño obediente pasaba de ser un adolescente alienado de la razón impuesta, al hombre falsamente libre pero conformista.

Ganaban así la garantía de poseer a millones de planetarios sintiéndose libres y totales en un mundo preparado solo por y para pocos. Los dominantes se despojaban así de la incertidumbre de posibles brechas del sistema, enterrando una remota caída de tan compleja infraestructura si cada miembro de la colmena sumiso desde su niñez creía vivir con entereza y plenitud en años de madurez y pubertad.
Nada más perverso domar las mentes vírgenes de un rebaño para que nunca muerdan la mano que les da de comer.




Vivir tenía un precio, trabajar. Eso era la vida, el trabajo. Lejos de ser el primitivo trueque con el que los humanos comenzaron a vivir en sociedad, la entrega de sus vidas a las labores impuestas se convertía en la moneda para pagar el derecho a vivir, impuesto nativo por una vida de oxígeno consumido, por una plaza ocupada en el espacio habitable de la urbe oscura a la que pertenecía.
Los planetarios asumían una nueva lógica y moderada razón aplicadas en los años de adoctrinamiento, generaciones parentales cimentado sucesivamente el nuevo pensamiento en la fertilidad de la nueva era. Bajo ningún ápice de sospecha, nadie podía estar capacitado tan siquiera para imaginar un mundo diferente limitada a la perpetua labor del trabajo, ni siquiera en los paréntesis de las horas no dedicadas a ello.


James acababa de tomarse unas horas para el descanso. Miraba através del ventanal de su nicho la luces centelleantes de la edificación masiva de la metropolis, la nostalgica soledad de las calles húmedas, los parpadeantes focos de naves dibujando líneas en el cielo oscuro, miraba pensando que el cristal frenaba el zumbido de una espesa maquinaria que movía todo cuanto contemplaba. 

Con intención de desabrigarse tendió su cuerpo sobre su cama hasta perder la conciencia. Embobado, calculó brevemente la cuantía que debía pagar por esas horas en las que abandonaba su puesto para retirarse a descansar. Calculó a continuación esas otras horas tomadas para asuntos de necesidad, el sistema controlaba la minuta de las horas ausentes de sus esclavos.



Tumbado bocarriba abría con cansancio una carta donde leía el cobro del rutinario impuesto de su nombre: James, establecido por controles de la protección de bienes estatales que siglos antes desató discordia entre sectores de la cultura. James pagaba por llamarse James, como los demás James del mundo, pagaba por apellidarse, pagaba por usar las calles, pagaba por hacer menciones vocales en público de alguna enriquecida marca, pagaba por dormir, pagaba por consumir oxígeno..
Sonó su celular:
- James, ¿has llegado ya? - Preguntó una voz femenina en el otro lado.
- No, no he llegado porque no me he ido..


Imágenes tomadas del filme Blade Runner y Metropolis.