Transformado en eco, continúas navegando el barco alhambresco,
deslizándote con ese paso tranquilo desdibujas paredes labradas laberínticas,
que hacen oscilar tu verbo como silva el viento en dunas del desierto.
Palpita el pulso de Dios en tu voz,
eres el trueno y la esencia frágil en una sola garganta,
explosionas sin contención
engulles el paso de los cambios.
Cazador de tiempo, como un pequeño reloj,
lo enfrascas, lo cobijas con templanza
y lo entonas volviendo las circunstancias
en encadenados instantes mágicos, maestro.
Ni un diluvio hubiese empapado más,
ni las piedras construído, ni el aire amplificado, que los cuerpos
que prendaste en esta vida con tu sazón,
ese pequeño rato, maestro
que coraje de tu marcha.
Ni los duendes se contienen ni resisten
a que se les oiga con susurro entrecortado y lagrimal
en cuestas ténues del viejo Albaicín.
Tejiste arte con una aguja irrepetible,
punzaste en el pulgar del tiempo
cuando cosías un cante más allá de los tímpanos contemporáneos,
eternizado en esa gota de sangre, que mas que sangre
no era sangre sino tu vivo e inconfundible aliento.
Hasta siempre Enrique, aquí uno que te admiró hasta la saciedad.